sábado, 16 de mayo de 2009

Regalo de Cumpleaños


Cierro los ojos y me parece que fue ayer…
La piedra aquella- de una coloración gris-morada- era más ancha que el sofá de la sala, y aunque no tenía su blando asiento, en ella encontraba suficiente espacio para acomodarme y descansar muy a mi gusto.
El traspatio, a las seis de la tarde, era un lugar tranquilo y fresco. Las bestias de montar ya estaban de regreso en la caballeriza; los gallos del abuelo, después de batir sus alas, iban cerrando el pico; las palomas siempre arrulladoras entraban, una tras otra, al palomar.

A esa hora yo acostumbraba sentarme en la piedra del rincón, para charlar un rato con el Indio Cruz. De ordinario le hallaba barriendo el cobertizo con su vieja escoba de palma, y al sólo mirarnos nos saludábamos con mucho cariño. Mientras el hombre terminaba su faena, yo lo observaba desde mi asiento tarareando una canción campesina. Sabía que Cruz pertenecía al traspatio- como los lavaderos, las monturas y las trojes de cereales- y adivinaba que en ciertas horas de la tarde ahí encontraba, el pobre, un poco de aislamiento y libertad.
Cruz no tenía ni edad ni apellido; por lo menos nosotros no se lo conocíamos. Tosco, moreno y recio, con mucho de niño dentro del alma, sus pantalones de manta le escondían a medias una abultada panza de sapo. A ratos yo pensaba que si me hubiera permitido golpearla con los dedos, habría sonado bajo mis golpes como el tambor de los soldados de la tropa. Pero, a lo mejor, siendo el indio tan bueno…tan buenote…talvez su panza sonaría dulcemente, como una fina cajita de música… ¿No afirmaba mi padre que las apariencias engañan muchas veces?

Nadie como Cruz para fabricar trompos, para descolgar racimos de frutas, para hacer flautas de caña de carrizo, para encumbrar barriletes, para descubrir madrigueras de conejos o de taltuzas. Nadie como él para llevarnos a la montaña por los más aromados senderos; para traernos de regreso a la hora exacta sin más reloj que la cara al sol.

Cuando el abuelo despertaba – muy de mañanita- y salía cantando de su dormitorio, ya encontraba a Cruz con los caites amarrados y con la alforja llena de provisiones. Detrás del viejo iba siempre por cerros y llanos, listo para hacer lo que el patrón ordenara. El abuelo solía montar una mula que no apresuraba el paso para no dejar atrás al sirviente; Cruz se sentía orgulloso de saber que era más arrecho que la misma mula.

-¿Por qué no aprendés a montar a caballo?...- le decían con frecuencia los otros criados-. Ya te estás haciendo viejo y un día de éstos no vas a poder acompañar al señor…

-¡Indio sobre sus propias patas es indio entero!
-contestaba el hombre con gran aplomo.

En los afanes de los adultos la mano de Cruz siempre prestaba voluntaria ayuda; frente a los antojos y travesuras de los chicos su sencillo corazón comprendía el capricho o disculpaba la fechoría. Por tales razones, yo me enfadaba con Toribia cuando le decía “indio burro”; por los mismos motivos pensaba que sólo Andrea iría derechito al cielo al dejar este mundo, pues únicamente ella- entre toda la gente de la cocina- le trataba como verdadero cristiano.

Yo sentía por Cruz una predilección muy especial; no se la demostraba con palabras, pero a menudo le daba pruebas de ella en pequeños actos de afectuosa solicitud. Para complacerle robaba higos azucarados, cajetas de mazapán y otras golosinas que le agradaban mucho. Con estos bocados en la bolsa de mi delantal me dirigía al traspatio sin hacer ruido, y al acercarme a él le decía muy seria:
-¿Quién adivina lo que traigo en la bolsa?...

Entonces, Cruz con los ojitos chispeantes y la boca que se le hacía agua, me contestaba más o menos así:

-Ya sé, niña. Es una bizcotela.
-Nonis viejito; te has equivocado.
- ¿Es un salpor caliente?
-Nonis otra vez.
- ¿Un caramelo de morro?
-Ya van tres nonis.

Y el asunto terminaba de ésta manera: el hombre cerraba los ojos y abría la golosa boca, mientras yo, estirando el cuerpo lo más que podía, depositaba la sorpresa en su lengua. ¡Qué gustazo y qué sonoras carcajadas!

Cierta tarde empecé a hablar de mi cumpleaños con el humilde amigo, y a explicarle la importancia de ese gran día. Ya lo anunciaba el abuelo a la hora del desayuno, pues el anciano gozaba las fiestas domésticas más que cualquier joven; ya Juana Morales lo tenía señalado en el calendario con una marca azul. La idea de los regalos que iba a llegar a mis manos me hacía hablar como cotorra; una campanita de júbilo sonaba dentro de mis palabras y las volvía de plata y oro.

-Comeremos chompipe horneado- dije con entusiasmo-, pues Toribia lo está engordando desde hace un mes. Papá me comprará un juego de oca y tía Tere me ha ofrecido una piñata.

-¡Qué alegre!...- contestó el indio con expresión embelesada.

Guardé silencio por unos minutos y él también cerro los labios. Las tijeretas que habían bailado en el aire por largo rato, descansaban ahora en un árbol que crecía al otro lado del tapial. De pronto se me ocurrió una idea que me hizo sonreír:

-¿Y tu regalo, Crucito?- pregunté con voz dulce-.
¿Cómo será tu regalo?...Porque me vas a dar algo muy lindo, ¿verdad?

El hombre me miró entre sombrado y confundido, pero dominado por sus emociones contestó con bastante naturalidad.

-Podría darle unos pacunes para que juegue cinquitos…
-Tengo montones y montones…
-Entonces, unos capulines recién pepenados…
-¡Tonto!...¡Si no soy murciélago!...
-Pues un nido de gorrión.
-No, porque es pecado hacer llorar a la mamá-pajarita.
-Pues…pues.

Cruz rasgó el suelo con el dedo gordo de uno de sus pies, escupió tres veces, se alisó las mechas que le servían de cabello y al fin se sentó a mi lado. Cuando ya mi pensamiento estaba en otro sitio y había olvidado por completo la conversación que acabábamos de tener, el indio me miró jovialmente y después me dijo:

- Yo también le voy a dar algo, niña. Solo que mi regalo tiene que darse de noche, porque es de la escurana…
- ¡Uy Crucito!...¿Será un tecolote?
- ¡Ja, ja, ja!...¡Qué ocurrencia la suya! ¿cómo le voy a regalar ese pájaro que anuncia a la pelona?

Me separé de mi amigo intrigada por lo que había dicho y sabiendo que le había divertido muchísimo mi franca y alegre curiosidad.
Llegó al fin la fecha esperada, y todo fue mejor que en los sueños. Cruz permaneció en “Las Tres Ceibas” durante la fiesta, pero como yo me sentía tan dichosa, ni siquiera lo eché de menos.
Cuando llegó la noche y el abuelo sacó al portal la silla-mecedora y encendió su mejor cigarro-puro; cuando mi madre hacía cuentas con zarca Chica y Toribia lavaba en la cocina los platos de la cena, Cruz apareció por el zaguán con un paquetito en las manos.

-Cójalo, niña, y mire lo que hay adentro…

Le quité el amarre y empecé a desenvolverlo: un papel rosado…un papel amarillo…un papel verde…
Andrea le puso toda esa malicia- explicó el indio mientras yo rompía las envolturas.
Una ordinaria caja de cartón, donde antes se había guardado alguna medicina, quedó al fin descubierto. Completamente desconcertada tuve que decir:

-¿Verdad que es una broma?...¿Una broma para reírse de mí?...

Pero Cruz, sacando valor de su timidez, me respondió:

_Abra la caja, niña. No vale nada mi regalito, pero tiene su gracia…


Empuje la frágil gaveta y lancé un grito de júbilo. Ahí, moviéndose como esmeraldas vivas, un puñado de luciérnagas encendía y apagaba sus luces verdes y menudas.
Abracé a Cruz dos o tres veces, le alboroté el áspero cabello, le di un beso en la oreja y hasta pude tocarle la panza de sapo. Con las luciérnagas volando dentro de mi faldita de cambray-doblada y recogida contra mi pecho- corrí hacia la silla del abuelo, convertida en un farol ambulante.
El tiempo fue dando al recuerdo de esa noche su exacto significado, y el nombre del indio Cruz se guardó en lo más puro del cariño, embellecido por su propio candor y rodeado para siempre de lucecitas temblorosas.







Quiero comenzar éste ciclo de mi vida con un auto regalo de cumpleaños y compartir con Uds., éste maravilloso relato. Lo extraje del libro "Tierra de Infancia" de mi admiradísima Claudia Lars.
Quiero con éste texto, poder despertar su corazón de niño y la capacidad de maravillarse por las pequeñas cosas, el valor de las amistades sinceras y la ternura.